TENEMOS LO QUE NOS MERECEMOS O ¿NOS MERECEMOS LO QUE TENEMOS?
Desde el surgimiento del homo sapiens, la humanidad ha convivido con la naturaleza. Sin embargo, a pesar de esta evidente interdependencia, muchas personas viven de espaldas a su entorno natural, ignorando las lecciones que la historia nos ha enseñado. Desastres como la erupción del Vesubio en Pompeya, los devastadores tsunamis, los huracanes estacionales, el terremoto de Haití y, más recientemente, el terremoto de Lorca y el volcán de La Palma, reflejan una sociedad que, a pesar de los sufrimientos y pérdidas, sigue siendo obstinadamente inamovible.
Cada vez que ocurre una tragedia, emergen las mismas promesas de "depurar responsabilidades para que esto no vuelva a suceder". Sin embargo, estas palabras se desvanecen antes de que las infraestructuras dañadas sean reparadas y las heridas emocionales, al menos, mínimamente gestionadas. A pesar de contar con tecnología avanzada y suficiente conocimiento sobre nuestro entorno, parece que la voluntad de actuar se ahoga en un mar de inercia y desinterés.
La ingeniería, la arquitectura y los estudios geológicos y topográficos deberían proporcionar las herramientas necesarias para prevenir la mayoría de los desastres. Sin embargo, en medio de las crisis, es común escuchar que no es el momento de buscar responsabilidades o planear un cambio en nuestro urbanismo. Si no es en esos momentos críticos ¿cuándo lo haremos?
La repetición de crisis pone de manifiesto lo que podría haberse evitado. Sin embargo, la memoria humana parece estar diseñada para olvidar con rapidez, y aquellos que han sufrido pérdidas continúan viviendo en lugares de riesgo, ignorando las lecciones aprendidas. Aquí surge una posible explicación de esta ignorancia: nuestra existencia, limitada a unos 90 años, permite que una sola generación viva sin experimentar un evento catastrófico. Históricamente, las comunicaciones no facilitaban conocer en tiempo real lo que ocurría en otras partes del mundo, lo que contribuía a una desconexión de la realidad global.
A pesar de que el acceso a la información en tiempo real debería ayudarnos a construir una memoria colectiva que nos impulse a reaccionar ante el peligro, parece que el ciclo de la desmemoria sigue vigente. Este fenómeno plantea una pregunta fundamental: ¿por qué sucede esto? Es fácil apuntar hacia excepciones psicológicas y neurológicas, pero creo que la respuesta radica en algo más lógico: nuestra economía. Desde hace siglos, el capitalismo ha configurado nuestra existencia, afectando tanto nuestra biología como nuestra psicología y condicionando nuestras decisiones sobre dónde vivir. Las personas a menudo se sienten atrapadas por el sistema que hemos creado, un sistema que prioriza el beneficio económico sobre la seguridad humana.
A pesar de que el peligro siempre está presente, eso no significa que debamos resignarnos a vivir en la ignorancia respecto a la naturaleza. La clase política, encargada de legislar y proteger a la ciudadanía, a menudo se encuentra desconectada de las realidades que enfrenta la población. A lo largo de los años, he sido testigo de discursos "racionales" que prometen soluciones a los problemas de convivencia. Sin embargo, esas promesas suelen desvanecerse ante la necesidad de construir una civilización que esté más en sintonía con las normas básicas de coexistencia.
Vivimos en un momento de saturación de promesas vacías. La humanidad tiene la capacidad de tropezar repetidamente con la misma piedra, ignorando el hecho de que somos parte de un ecosistema del cual dependemos. Cada uno de nosotros es vulnerable a la naturaleza, y basta una ráfaga de viento, un temblor, agua o fuego para recordarnos nuestra fragilidad.
Los sistemas económicos que hemos creado obligan a las personas a regresar a lugares inundables y a reconstruir sus vidas en calles que saben que se inundarán nuevamente.
Ningún gobierno ponderará el costo de las vidas perdidas frente a la reubicación de territorios enteros.
Mientras los bancos y las aseguradoras evitan asumir responsabilidades, los ciudadanos, carentes de valor y coraje, se encuentran atrapados en un ciclo de inacción que condena a las futuras generaciones a enfrentar los mismos riesgos.
El espejo en el que nos miramos a menudo nos muestra una imagen de culpa y responsabilidad ajena. Sin embargo, esas mismas autoridades que otorgan licencias urbanísticas, desoyendo la ciencia y las advertencias de los expertos, son responsables de perpetuar este ciclo de sufrimiento. Es momento de cuestionar nuestras decisiones, de repensar nuestra relación con la naturaleza y de priorizar el bienestar sobre el lucro. Solo así podremos romper el ciclo de arrepentimiento sin cambios y, quizás, comenzar a construir un futuro más seguro y consciente.
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NO TE DEJES CONVENCER DE QUE NO HAY SOLUCIÓN:
Todo lo expuesto hasta ahora, la idea de que no es posible realizar obras de gran calado realojando a los afectados por la DANA y devolver la naturaleza a los acuíferos naturales que hacen que el agua torrencial se disipe evitando así que vuelva a ocurrir sería factible. Y os pongo el ejemplo de Países Bajos.
En febrero de 1953, los Países Bajos enfrentaron una de las peores catástrofes naturales de su historia: la Watersnoodramp, un desastre que dejó más de 1.800 muertos y devastó vastas áreas del país. La combinación de una tormenta excepcionalmente fuerte y una marea alta provocó la ruptura de diques, inundando aproximadamente 165.000 hectáreas y causando la destrucción de infraestructuras críticas y comunidades enteras. Este trágico evento reveló no solo la vulnerabilidad de la nación ante el poder del agua, sino también la necesidad urgente de reestructurar su enfoque hacia la gestión de inundaciones.
Una de las decisiones más impactantes tomadas tras la inundación fue la evaluación económica de las vidas perdidas. El gobierno neerlandés junto a las aseguradoras analizaron el costo de la reconstrucción y el valor de las vidas humanas, lo que condujo a una conclusión clara: invertir en infraestructuras adecuadas era más rentable que esperar a que una tragedia similar volviera a ocurrir.
Este análisis económico resultó fundamental para impulsar la construcción de la presa en el Mar del Norte. Así nacieron los Delta Works, una serie de impresionantes obras de ingeniería que incluyen barreras, diques y esclusas, diseñadas para mantener a raya el mar y gestionar las aguas fluviales.
Conocida como el Absolute Dig que se convirtió en una de las obras más emblemáticas del Delta Works. La presa no sólo ha proporcionado una defensa efectiva contra inundaciones sino que también ha sido crucial para la seguridad del país. Según el Gobierno neerlandés, estas obras de ingeniería han salvado innumerables vidas y han permitido a las comunidades costeras vivir con mayor confianza ante los desafíos del cambio climático y el aumento del nivel del mar.
Hoy, frente a los desafíos del cambio climático y los eventos meteorológicos extremos, el modelo neerlandés puede servir como un ejemplo a seguir para otros países, incluida España, donde eventos como la DANA han causado devastación en varias ocasiones.
El retorno a un enfoque más natural, que incluya la restauración de acuíferos y la reubicación de comunidades vulnerables, es esencial para construir un futuro más resiliente. No solo se trata de evitar pérdidas económicas, sino de proteger vidas y restablecer un equilibrio con la naturaleza que se ha perdido por la urbanización desmedida y la explotación de recursos.
Las lecciones de los Países Bajos son claras: la inversión en infraestructura sostenible y la planificación a largo plazo pueden prevenir desastres y ofrecer una solución viable a los retos que plantea un clima cambiante. Es hora de que otros países adopten estas prácticas y reconsideren sus estrategias de gestión de riesgos ante desastres naturales. En lugar de resignarnos a vivir con la incertidumbre, debemos actuar con inteligencia y responsabilidad, reconociendo que el bienestar humano y la salud del planeta están intrínsecamente conectados.
Marcos Domingo Sánchez