Mis libros
Suena el despertador 6:15 AM y habito esos microsegundos cuando mi consciente aún no se activa. Abro los ojos y están ahí mis libros.
En un instante descargan la información de quién soy. Cómo me llamo. Qué hago aquí. En qué parte voy de ese “estar aquí”.
No sé si todo en la vida es texto, pero en esos segundos donde estoy perdido en el limbo, las espaldas de estos libros me recuerdan -más que mi habitación, la cara de mi esposa y hasta los mensajes de WhatsApp que leo-, quién soy.
Mi biblioteca personal, los libros que tengo en mi mesa de noche, en el librero de enfrente, en mi escritorio, en mi wish list de Amazon, no solo son los testigos, sino los instigadores de mi vida.
Aunque si alguien viera mis libros no podría describir por completo quién soy, a luz tenue del alba, yo los ojeo y entonces lo sé. Porque nadie lee un libro como yo lo leo y no son los libros en sí los que me hacen quién soy, sino el proceso que construyó mi biblioteca.
Nunca ha sido esto más patente que en mis mudanzas de los últimos años. Los libros que se empacan en una casa y se llevan a otra. Los que se quedan guardados en cajas dentro de la bodega. Los que están en casa de la suegra y dejé a medio leer. Los que se quedaron en el librero de la que llamamos “nuestra casa” y muy seguido fantaseo tratando de acordarme en qué estante están los Knausgård y de qué color son. Imagino, casi como si pasara el dedo para ver si hay polvo en la repisa, en qué anaquel descansan los Auster, los Murakamis, los Saramagos y, si estuviera ahí, cual me gustaría tomar en mis manos, hojearlo, ver lo que subrayé, ver la fecha en que lo leí por última vez. Aunque no todos los libros constituyen mi biografía cronológica -hay libros que no he leído que ya son parte de mi biografía- esa fecha me relocaliza en la línea narrativa de mi vida y me hace jugar con ella sabiendo que tal vez leí un libro en 2003 pero sus ideas apenas se me están aclarando en 2023, o en otros casos, si no hubiera leído ese libro exacto en el verano de 2012, tal vez yo no estaría aquí. O sí, pero toda la biblioteca habría cambiado y por lo tanto sería otro el que escribe estas letras.
Yo sé que mucha gente tiene otros indicadores biográficos, su Facebook Feed, las fechas de sus viajes, las fotos de boda de todos los hijos enmarcadas sobre el piano o las fechas de sus diplomas académicos. Pero para mí, más que mis diarios, me encanta pensar que mis libros no solo son mi mejor posesión, sino que, acomodados y reacomodados según las fuerzas del tiempo, ellos me poseen y me definen.
Bibliografía no es toda la biografía, porque hay cosas de mi vida que no están ahí, pero en mi biblioteca no hay ningún libro que sobre ni ninguno que falte. La ausencia de un libro en específico -por ejemplo, Guerra y Paz-, es también su presencia.
O la presencia de un libro espiritista que nunca leeré y que alguien me regaló o apareció de alguna forma en mis estantes, y que yo conservé porque nunca he podido tirar libros ni regalarlos, ese libro que no leeré, esa ausencia de su lectura, es también una presencia y parte de mi biografía.
La biblioteca, al menos la de papel, es un cuaderno de viaje que a veces no viaja físicamente con el viajante. Aunque no puedo explicar lo que sentí cuando viajé con L. por primera vez y traía una maleta más grande para sus libros que para su ropa. Yo que aborrezco pagar por maleta o sobrepeso, encontré ahí una nueva manera de significar esa forma odiosa con la que ahora las aerolíneas hacen su negocio. Pagas por lo que vale para ti. Y a veces viajar con libros que obviamente no vas a poder leer, también tiene sentido.
La biblioteca, entonces, es un cuaderno a muchas voces, un viaje a través de tus ideas y emociones, un registro de quién eras, quién eres y en quién te convertirás. Aunque esto último nunca está determinado. No porque nos vayamos a equivocar en la línea de vida que elegiremos o que se elegirá por nosotros, sino porque el futuro siempre implica varias líneas de vida al mismo tiempo. Al igual que el pasado.
Aunque la Inteligencia Artificial podría escanear todos esos cuadernos y dar un recuento impresionante de quién soy, al elegir un solo recuento, ya estaría equivocada.
Además, la I.A. no sabría escoger la manera de clasificar los libros que no he leído. Tal vez podría analizar y absorber los que reposan en las estanterías o que esperan sobre la mesa sin haber sido abiertos, pero ¿cómo sabría los que he recorrido con la mirada, total, o parcialmente, y que solo he juzgado por su portada? ¿cómo sabrá cuales son los que nunca me he atrevido a comprar? ¿cómo sabrá cuales son los que compré, pero no leí y que son indicadores de anhelos frustrados, amistades rotas, vocaciones no realizadas, amores platónicos o depresiones secretas?
Se necesita más la inteligencia natural. La que se le aprieta el corazón cuando ve un libro que se moja, o se lastima, o cuando una de sus hijas avienta un libro como si fuera una sudadera. La inteligencia natural es la que se angustia, no como si se hubieran raspado la rodilla o roto el brazo, sino como si mancillaran parte de su alma.
Ellas no lo saben aún, pero esa biblioteca que empiezan a construir, es la construcción de sí mismas. A tal grado que hay libros que entiendan o no entiendan, libros que les gusten o no les gusten, todos esos libros ya son ellas mismas. Por eso en la bodega hay cajas de 50 kilos con libros de bebés y niños que me ha costado regalar porque me da una tranquilidad infinita saber que mis libros y sus libros están, caja a caja, dentro del mismo cuarto oscuro.
Porque la biblioteca, no solo la personal, es un recordatorio constante de que no tendremos el tiempo de leerlo todo. Y el lector que quiero ser es el que se contenta con ello. Que las estrellas siempre me sobrepasen, que los sueños nunca se terminen conmigo, que no quiera yo soñarlos todos. Qué increíble es la biblioteca que no es mi biblioteca. La de los libros que desconozco. Y qué bellas y humildes son las bibliotecas de mis hijas donde predominan las ilustraciones o las mías donde predominan las letras, reflejos minúsculos y grandiosos de la inmensa biblioteca cósmica.
Y aunque estos pocos libros se pierdan en el mar infinito, nunca perderán su singularidad. Porque mis libros son mis libros y de nadie más, pero también son de todo el mundo.
Aunque nunca nadie vuelva a abrir ese cuarto oscuro: yo soy yo, ellos son yo, y yo soy todos ellos. La biblioteca redefine el Yo. Unitas multiplex.
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Ni me atrevo a pensar en un divorcio, un éxodo forzado o un incendio. Claro que es una aberración quemar gente, pero me da la misma sensación cuando pienso en una hoguera de libros. Si me llevaran a un campo de concentración, y tuviera que dejar todo, estoy convencido de que me dolería por alguna ropa, alguna fotografía, pero la extensión de mi tragedia la sentiría más fuertemente al imaginar mis libros en fuego.
¿Cómo quemar lo que me protege del fuego?
Los libros que están en mi cuarto, representan lo que para muchos son las cruces en la cabecera de su cama, o las veladoras en su mesa de noche, o las esculturas de Buda o Krishna, o las fotos de sus gurús colgadas en su salón de yoga. Esos libros son mis talismanes, mis altares, de los que vienen mis rezos y con lo que rezo también. Esos libros me cuidan -les pido que me cuiden-, y que me recuerden cada mañana quién soy y quién no soy aún.
Estos talismanes son las Cartas de un Joven Poeta, El Diario del Desasosiego, el Año con Rumi, las Cartas a Momo, el Principito, los Argonautas. Libros que no terminan y que me dejan dormir cada noche. Sé que llegarán otros, pero no porque yo los elija, sino porque con el tiempo, las mudanzas de casa externa, pero más las de casa interna, las que vienen sin planearse, como buenos talismanes, son los que se te quedan pegados y aparecen cerca de ti, una y otra vez. Como los que van encontrando a dios en varias etapas y crisis de su vida. No sienten que ellos son los que encuentran a dios, sino que él es el que los encuentra.
Tengo varias ediciones de estos libros, pero sé perfecto los que cargan todo el poder. Usualmente las ediciones que leí por primera vez y que me hacen sentir -con tan solo imaginar la textura de su portada o lo barato de su papel- el príncipe que fui/soy/seré, hasta cuando me duerma sin despertar y estos libros bajen en la caja conmigo.
Por eso dejé el Diario del Desasosiego en casa y hace 3 años que no toco mi edición favorita. Porque me estoy entrenando en el desapego, me estoy entrenando para que, con solo invocarlo, pueda saber que también soy ese libro. Como ayer, que manejaba en la carretera y veía el atardecer y un pensamiento que nunca había tenido llegó para quedarse: ese atardecer soy yo.
Aún cuando esté en la caja oscura de la bodega del firmamento, seré yo. Seré todas esas historias de la historia y todas las historias del futuro. En el mismo instante que digo “hola” también quiero decir “adiós”. Hola Dios. Ola Dios. Hola Adiós. HolaAdiós.
Con los libros seguiré trabajando mis apegos y desapegos. Hoy, por ejemplo, me impresiona la soltura con la que compro un libro, la generosidad que siento en mí cuando pienso en darle al autor o autora algo de mi dinero a cambio de su producto. Algo que no me pasa con muchas de las cosas que compro. Y por eso me gustaría, poco a poco, llevar esa sensación para cuando compro todo lo demás. Sentir que el dinero es un lenguaje, un flujo, un agua que pasa por mí y que soy un mero mensajero de algo que recibo por un rato y después suelto para los demás. Como los libros que leo y que algún día voy a aprender a regalar, a esparcir y a olvidar.
Al igual que este escrito, que fue construido con pedazos, reflexiones, cosas que he subrayado en los últimos meses, y que organizo ahora de forma arbitraria sin una cronología o sentido específico, así también es mi biblioteca y mi vida. Determinada por recomendaciones que ejecuto hoy pero que anoté hace años, o que compré hoy y que leeré en 20, o que Amazon no tiene disponible y entonces arbitrariamente otro libro entrará en mi vida.
Parece que controlo el proceso, parece que hay una lógica general, pero lo que hay son varias lógicas contradictorias y complementarias al mismo tiempo.
Cada libro que entra en mis estantes, no es una adición a la narrativa de vida, sino que cada nuevo libro re-escribe toda la narrativa. Más cuando es aleatoria. Como cuando viajas a Bilbao y sin saberlo, el Guggenheim tiene una exposición de Rothko que te enamora de tu esposa, o en tu luna de miel en Sydney te tocaron el alma a través de los ojos con las fotografías de Annie Leibowitz. Incidencias del mundo que crean tu mundo interior. Coincidencias que son y no lo son.
Esto es lo que permiten las palabras: conectar los puntos sea quién sea la enfermedad, la persona, la tragedia, la sorpresa, la dicha que entra por tu puerta. Se conecta de una, dos, mil formas diferentes. Como universos múltiples, como todas las presencias que son este presente.
Además, la biografía no es acumulativa. Mañana no sabré más que ayer. Así siga leyendo libros por 1,000 años, no me acercaré a La Verdad.
La biblioteca, organizada por cronología de escritura o de lectura, por cronología de compra o por autor, o por color, o por cualquier forma de ordenarla, solo muestra la cantidad de mundos que hay dentro del mundo. Reacomoda un libro en tu librero y la vida cambia. Somos un ecosistema interactivo e interdependiente que ninguna mente puede terminar de categorizar, explicar o narrar. Por eso la metáfora es verdad. Por eso la biblioteca cósmica tiene palabras infinitas y aunque ese infinito sea interminable, también sigue siendo solo uno. Bien decía Amos Oz, en otro de mis talismanes de amor y oscuridad, que “el concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.” Somos uno. Somos todo.
Para las personas que amamos los libros, los libros no son significativos. Son el significado en sí.
Gracias, pequeños talismanes. Más que en mi consciente, es en mi inconsciente, el de las 6:15 AM y las 11:45 PM, donde habito contradictoria y complementariamente. Finita e infinitamente.
Ojalá mi biblioteca nunca termine de explicármelo.