Excusas para no teletrabajar
Por poco fútbol que hayas visto, sabrás que al campo saltan diez jugadores de campo más un portero (por equipo). El bicho raro, el que está aislado y trabaja al contrario que el resto (usando las manos), solo supone el 9.09% del conjunto. El portero, cuya carrera se alarga unos cinco años más de media, es la posición que menos se sustituye, y suele hacerse tras una emergencia como expulsión o lesión.
Si te va un poco más este deporte, sabrás que cuando un portero suplente sale por la lesión del titular, acepta el reto con cierto malestar. Después del partido, al ser entrevistado mantiene el gesto serio y reconoce que preferiría haber llegado a la portería como premio, y no por la desgracia de un compañero.
El teletrabajo, portero que nunca debutó en España, arquero que apenas jugó pretemporada o partidos amistosos, sale al campo casi sin calentar. Aturdido, desorientado y en una portería que le queda inmensa de palo a palo. Estaba convocado, sí, y ha entrenado bien, pero está tan frío y tan falto de costumbre en la competición, que va a recibir unos cuantos goles (algunos ridículos) antes de atajar un balón.
Y aunque nos alegremos cuando tenga sus minutos de gloria, que los tendrá, no lo haremos tanto como si hubiera ganado el puesto por méritos propios, sin la dramática lesión por coronavirus del eterno titular: el mitiquísimo trabajo en la oficina.
Esta gráfica salía publicada en el genial artículo "Un país de 'calientasillas' y gente sociable: el teletrabajo no logra despegar en España" el pasado Octubre en El Confidencial.
A mediados de 2011, cuando vivía en Pekín, empecé a alternar el trabajo en la oficina con el trabajo a distancia casi sin darme cuenta. En la agencia de viajes en la que disfrutaba mi beca se sucedían las situaciones que nos obligaban a no estar en la minúscula oficina de la planta 17 del barrio de Dongzhimen. Algunas veces eran problemas de Internet/censura (por ser más fuerte el control en nuestro edificio de oficinas extranjeras), otros la nieve impedía salir a la calle, y en otra ocasión recuerdo que por error al instalar el tubo de salida del aire acondicionado, un operador nos agujereaba la pared por dos o tres sitios, de manera que el viento soplaba tan fuerte como si estuviéramos en mitad de un huracán.
Esos días, trabajábamos desde cualquier otro sitio. Hacerlo en casa funcionaba por unas horas sin agobios, y cualquier cafetería del barrio con buena conexión solía ser el mejor refugio para terminar la jornada.
Antes de acabar la beca, y con el buen tiempo, seguimos aumentando el porcentaje de trabajo deslocalizado hasta hacerlo la mayoría de la semana. El dueño de la empresa, que vivía en Barcelona, consideraba ridículo que una compañía vendiendo globalización y agilidad en los viajes por turismo, tuviera que reunir por sistema a los compañeros para contestar correos electrónicos.
Es ridículo que una compañía vendiendo globalización y agilidad reúna a compañeros para contestar correos electrónicos.
Cuando un año después abrimos Kuiki Studio, nuestra propia agencia de soluciones digitales, la decisión de teletrabajo no fue tanto una opción como una obligación. Con unos euros prestados por la familia y los amigos, al precio de las oficinas en la capital china hubiéramos aguantado tres o cuatro meses antes de caer en bancarrota (en lugar de aplazarlo por unos años, aprendiendo mucho más).
No éramos más listos que cualquier emprendedor, no éramos más modernos ni más valientes por trabajar desde cualquier sitio.
Teníamos recursos muy limitados, muchas ganas de ponernos a prueba, y en Asia pidiendo un café con leche, tres compañeros pasan cinco horas en la cafetería sin que te vuelvan a preguntar si quieres algo más.
Desde entonces, durante casi diez años he tenido la oportunidad de unirme a ilusionantes proyectos, y de componer equipos con profesionales de todo el mundo. Auténticos monstruos de la programación que prefieren trabajar cuando sus niños duermen, o prometedores diseñadores que entregan interfaces unas horas antes de ir a la Universidad. He tenido compañeros que prefieren trabajar en oficinas comunitarias en su Kiev natal, y otros que en la soledad absoluta de su estudio casero en Buenos Aires, rinden en una hora lo mismo que un equipo de 4 personas al que dirigíamos in situ en Guangzhou.
Trabajar en remoto no es trabajar menos, ni trabajar peor. De hecho uno de los mayores problemas a los que nos enfrentamos es precisamente el exceso de trabajo (como explica el gran libro Remote, de Jason Fried ) por perder la noción del tiempo.
El hacerlo en remoto me ha permitido trabajar (mucho) desde más de 30 ciudades. De Tbilisi a Chiang Mai, de Taipei a Medellín, o de Cancún (que no Algeciras) a Estambul.
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El teletrabajo permite visitar a tu madre en su pueblo manchego durante casi tantos días como cuando tenías vacaciones de verano en la Universidad, o sumarte a oficinas y estudios de otras startups, encantadas de poner en común metodologías y de ceder una mesa a profesionales con algo que compartir.
Ilustración del libro "Remoto" (J. Fried)
Y el teletrabajo, tal como lo entiendo, no debería suponer arresto domiciliario (no hablo de situaciones de emergencia como la actual, obviamente). Ni un clon de las jornadas con las mismas reuniones presenciales (3 o 4 diarias en algunas empresas que conozco) trasladadas a versión online.
El trabajo deslocalizado es una oportunidad para revisar los procesos y ganar en eficacia. Un desafío para diseñar sistemas mejores para la empresa y el empleado, y no una supervisión continua amparada en la desconfianza y el control del tiempo del currante, que no en su productividad, con el premio ridículo de repetir en pijama los mismos vicios que en tu oficina. El mismo perro, con distinto collar, que dice mi madre.
Trabajar a distancia (más allá del digital nomad a lo baywatch desde una playa de arena blanca) puede hacerse siendo freelance o empleado. Y es posible, necesario y enriquecedor (no necesariamente en lo económico). Trabajar a distancia permite al empleado demostrar su compromiso con un proyecto (por objetivos o con un horario) y con el resto del equipo, y asumir el rol de manager de su propia jornada, de sus distracciones y de su rendimiento.
Otro gráfico del artículo mencionado anteriormente, cuyas conclusiones eran mucho menos optimistas que el intento repentino por vender que estamos super preparados para el teletrabajo.
Durante todos estos años, las excusas para no permitir teletrabajo han sido casi siempre las mismas, y los porteros, los bichos raros, podíamos hacerlo usando el mismo Internet y ordenadores que los demás, pero la gran mayoría de empresa ha repetido mil veces las razones para no hacerlo:
Puestos en los que era "imposible" trabajar a distancia. Managers que pensaban en sus empleados como cirujanos o bomberos, cuya presencia es indiscutible en el lugar de la acción. Jefes que contratan abogados vía telefónica o servidores para su web en Australia, pero que necesitan personas que se desplacen una hora cada día para añadir facturas a programas de contabilidad en la nube.
Rendimiento diferente al presencial. Desconfianza hacia los sistemas de la propia empresa para medir y valorar lo que cada uno aporta. Fallos en los procesos y herramientas que pagarán caro los más eficientes y quienes sepan priorizar las tareas sin el clásico "¿qué hago ahora?"
Trato con la gente indispensable. Confundir el promover un entorno de trabajo sano y con gente que se lleva bien, con una pandilla madura que tiene que verse todos los días por el bien del grupo. Asumir que la misma gente mantiene relación con hijos, parejas o amigos a miles de kilómetros en su vida personal, pero en lo profesional no funcionará si no es con ocho horas al día en un cubículo.
Malas experiencias con freelances. Relaciones profesionales que no funcionaron bien con un trabajador a distancia, que condicionan para siempre esta modalidad de contrato. Que frenaron en seco explorar la colaboración con compañeros en remoto. Como ver una mala película y decidir no volver jamás al cine.
Nadie más lo hace, todos lo pedirían. Asumir por error que todos quieren lo mismo, que todos rinden lo mismo, que una persona no puede alternar sus espacios de trabajo, o elegir ir a la oficina para cada día, por muchas razones. Pensar que tu empresa se rebela cuando el ojo de Sauron no mira. Amputar una pierna por un dolor de uña, y reclutar empleados que saben que no confías en ellos cuando el alcaide se aleja.
Es por eso que la dramática situación sanitaria que nos confinará en casa por semanas, en el mejor de los casos, es una lesión grave del trabajo titular. Una emergencia que de no llegar por esta trágica situación, lo habría hecho mucho más lento, si es que llegara a hacerlo. Y no sé si un espejismo que desaparecerá de nuevo cuando en poco tiempo volvamos a la relativa normalidad, afrontando quizás una nueva crisis económica.
Espero que el poder trabajar desde cualquier lugar (como era obvio que podía hacerse para miles de profesionales) fuerce no solo el debate del lugar, sino del cómo lo estamos haciendo.
Si te interesa el tema, más allá de la situación de teletrabajo temporal que vivimos en este momento, puedes echar un vistazo a: Trabajos de mierda, Remote, Rework, Consultoría Sistémica y La semana laboral de 4 horas.
Pedro Moreno · UX Design · www.iamperi.com